En los últimos años Chile ha avanzado en una fecunda agenda legislativa para proteger a la infancia. Dentro de ellas, destacan la imprescriptibilidad de los delitos sexuales o la ley sobre garantías y protección integral de los derechos de la niñez. Esta última establece la obligación de toda la sociedad de garantizar y proteger el goce efectivo y pleno de los derechos de niñas, niños y adolescentes.

En materia de prevención de la violencia contra niñas y mujeres, recientemente se promulgó la Ley para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia de Género tanto en el ámbito público como privado. También fuimos el país anfitrión para la conmemoración de los 30 años de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, Convención de Belém do Pará.

Sin embargo, cuando creíamos que habíamos llegado a ciertos acuerdos sociales y jurídicos para la condena absoluta y transversal a la violencia más grave que sufren niñas, adolescentes y mujeres, especialmente ante vulneraciones a su indemnidad sexual, la realidad política nos demuestra lo contrario: el derecho humano a una vida libre de violencia aún no se encuentra asentado en nuestra clase política.

Pareciera que estos principios éticos y de derechos humanos no son de sentido común en todos los liderazgos, aun cuando nuestra Constitución -a través de los tratados internacionales-, y muchas leyes consagran sanción y protección ante la violencia contra niñas y mujeres. Del mismo modo, existen deberes para todos los agentes del Estado -incluidos parlamentarios y parlamentarias- para prevenir, investigar y sancionar esta violencia.

Con indignación hemos visto nuevamente que solo la movilización social y, especialmente feminista, logra presionar al saliente presidente de la UDI y senador Javier Macaya, para desdecirse de defender a su padre Eduardo Macaya Zentilli, condenado por abuso sexual infantil reiterado. Continuamente la sociedad civil debe estar alerta para que líderes políticos y tomadores de decisiones que representan a la ciudadanía, no minimicen la violencia sexual o de género que sufren niñas y mujeres.

La relación entre la política y la condena a la violencia sexual o de género siempre ha sido incómoda, pero llama la atención que, si bien existe un importante avance legislativo, no existan consensos ideológicos transversales en la política sobre esta problemática.

Cabe preguntarnos si la clase política está capacitada éticamente para defender los derechos mínimos de niñas y mujeres o si existe un compromiso real de los partidos políticos con la prevención de la violencia.

Los actores políticos deben fomentar un compromiso con los derechos humanos y el respeto a la justicia como base de una sociedad democrática. Por ello, las autoridades, independiente de sus posiciones políticas o ideológicas, deben ser las primeras en condenar estas violencias. Ser representante político no solo consiste en una conducta intachable y un desempeño honesto, sino también poner por encima siempre el interés común de la ciudadanía, y que esto se demuestre en los hechos, no sólo en declaraciones.

A días de que se cierren las inscripciones a candidaturas municipales y regionales, los partidos políticos deben dar una señal clara contra la violencia sexual y de género. No se puede esperar, nuevamente, a que las organizaciones feministas levanten las alertas cuando un candidato ha sido denunciado por violencia, o si existen conflictos de intereses que permitan suponer que no trabajará en prevenir y erradicar la violencia contra niñas y mujeres. Si nuestras autoridades políticas continúan solo siendo reactivas ante escándalos mediáticos, no avanzaremos en una cultura de prevención de la violencia de género y protección integral a los derechos de las niñas, niños y adolescentes.

Por Laura Bartolotti, abogada de Corporación Humanas

Columna de opinión publicada en Página 19 (25 de julio de 2024)