Una broma en un escenario puede durar apenas segundos, pero sus ecos pueden extenderse por semanas. Eso ocurrió con la comediante Natalia Valdebenito, que en medio de una presentación ironizó sobre la tragedia de los mineros de El Teniente. La frase fue desafortunada, sin duda. Pero lo que siguió resulta aún más inquietante: el episodio desató un vendaval de oficios parlamentarios, notas de prensa repetidas y, sobre todo, una campaña feroz de hostigamiento digital que busca mucho más que criticar sus dichos.

El caso llegó incluso a la Corte de Apelaciones de La Serena, donde familiares de una de las víctimas solicitaron impedirle volver a referirse al tema. En paralelo, diputados de la UDI han emitido más de 300 oficios pidiendo información sobre sus contratos, honorarios y presentaciones. La Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres lo ha descrito con claridad: se trata de una persecución política, que usa el aparato institucional para vigilar y amedrentar a una mujer.

Conviene detenerse aquí. No estamos frente a una simple discusión sobre los límites del humor. Lo que está en juego es el derecho a la libertad de expresión en una sociedad democrática. Como recordó el rector Carlos Peña en su columna reciente, “una cosa es el deber moral o la prudencia de no decir algo, y otra muy distinta es que el Estado o un tribunal puedan sancionar jurídicamente a quien lo dice”. La frontera legítima de la libertad de expresión no está en la incomodidad, ni en el mal gusto, sino en el discurso de odio: aquel que incita a la violencia y amenaza la seguridad de personas o grupos.

Si aceptamos que un chiste o una frase —por torpe que sea— pueda terminar perseguida judicialmente, corremos el riesgo de abrir la puerta a la censura y a la autocensura, donde artistas o comediantes midan cada palabra bajo la amenaza de sanción.

Lo que agrava aún más la situación es que la Corte de Apelaciones de La Serena dictará una orden de no innovar que, en la práctica, constituye un caso de censura previa. Tanto la Constitución chilena como la Convención Americana de Derechos Humanos prohíben expresamente este tipo de medidas: toda restricción legítima debe ser siempre posterior a lo expresado, nunca impedir de antemano que alguien hable. Este tipo de prohibiciones ambiguas no solo son inconstitucionales, también sientan un precedente peligroso para el humor, la crítica y la democracia misma.

Pero hay algo más. Cuando la persona en cuestión es una mujer, las consecuencias se amplifican. Natalia Valdebenito no enfrenta únicamente críticas legítimas: es blanco de un acoso sistemático que incluye cuestionar su trayectoria, su trabajo y los montos que recibe por sus presentaciones. Ese escrutinio no es neutro; responde a un patrón conocido de violencia digital de género que busca disciplinar a las mujeres que opinan en el espacio público. Lo hemos visto en periodistas, en políticas y en activistas: mientras más visible y crítica es su voz, más intensa es la reacción que busca silenciarlas.

Reconocer el dolor de las familias de los mineros es indispensable. Nadie puede restar importancia a esa sensibilidad. Pero una cosa es el legítimo debate social sobre lo que se considera aceptable, y otra muy distinta es judicializar la expresión artística. En democracia, las tensiones se resuelven con más diálogo, más discusión y más ideas, no con persecuciones ni censuras.

Una democracia madura no necesita perseguir a sus comediantes en los tribunales. Lo que necesita es más capacidad de debatir sin linchar, de disentir sin destruir, de escuchar sin convertir la diferencia en una amenaza.

Por Fabiola Gutiérrez, coordinadora de Comunicaciones de Corporación Humanas

Columna publicada en Radio Universidad de Chile, el 04 de septiembre, 2025.-