“Una vez, estando solos en la sala de clases, movió unos estantes largos y grandes ubicados al final de la sala para que impidieran que alguien viera lo que ocurría en su interior, luego me puso sobre la mesa y se abalanzó sobre mí. Recuerdo sus movimientos, su olor a viejo asqueroso. Recuerdo no saber si podía pedir ayuda. Siempre sentí una culpa y vergüenza infinita sobre esto”. Este es parte del estremecedor testimonio de una joven que, como tantas, demoró años antes de poder verbalizar y denunciar el abuso que sufrió de un profesor cuando era solo una niña.
En los últimos meses de 2017 en distintos rincones del mundo conocimos con sorpresa e impotencia las duras acusaciones de acoso y abuso sexual perpetradas por el conocido productor de películas Harvey Weinstein. Las primeras en dar la alerta, a través del New York Times y The New Yorker, fueron Rose McGowan, Gwyneth Paltrow y Ashley Judd. Tras sus denuncias se sumaron nuevas acusaciones. Weinstein ha sido despedido de su compañía y está siendo investigado por sus actos. Esto luego de ya haber salido a la luz figuras públicas que incurrieron en hechos de la misma naturaleza, como es el caso de Donald Trump, Bill O’Reilly, Roger Ailesy Bill Cosby. En este contexto nace la campaña #MeToo (#yotambien), la que abrió un espacio inédito para denunciar las experiencias personales de acoso y abuso, permitiendo discutir sobre esta dimensión de la violencia que viven miles de mujeres en el mundo.
Estas historias me tocaron profundamente. Y ello, porque entre los 8 y los 12 años, durante mis estudios de enseñanza básica en el Colegio Providencia, fui víctima de acoso y abuso sexual por parte de mi profesor de historia (el nombre está incluido en la denuncia policial). Lo recuerdo como un hombre muy alto y poderoso. Siempre de terno y maletín, y con un olor muy fuerte que lo acompañaba. En muchas ocasiones se sentaba en la mesa del profesor y a mí en sus piernas. Con una mano en el libro y con la otra en mi vagina hacía la clase de historia. Una vez, estando solos en la sala de clases, movió unos estantes largos y grandes ubicados al final de la sala para que impidieran que alguien viera lo que ocurría en su interior, luego me puso sobre la mesa y se abalanzó sobre mí. Recuerdo sus movimientos, su olor a viejo asqueroso. Recuerdo no saber si podía pedir ayuda. Siempre sentí una culpa y vergüenza infinita sobre esto. Por eso demoré tanto en decirle a mi madre lo que me ocurría. Solo le decía que el profesor de historia me molestaba. Mi estrategia fue jugar a escurrirme, a esconderme.
Uno de mis recuerdos más tristes fue en un baño de alumnas. Hasta allí llegué luego de lograr zafarme del profesor, para quedar escondida en un reducido espacio entre la toilette y el basurero. Ahí, con mi cuerpo pequeño me protegí. A pesar de que él fue en mi búsqueda, yo vencí. Conforme pasaban los días, trataba de planificar qué haría para no tener que recibir sus tratos. Cuando le pregunté por qué me hacía eso, su respuesta fue que yo era “muy especial, porque me recuerdas a mi hija” (me enteré después que ella había muerto).
En el colegio había dos inspectores, uno grande y otro pequeño. El grande abría las salas en la mañana, así que decidí preguntarle si lo podía ayudar. Así evitaría encontrarme con el profesor temprano por la mañana. El inspector accedió. Hoy puedo decir que fue mi apoyo y mi héroe durante esos cuatro años, porque la agresión solo terminó cuando cumplí 12 años y finalmente me cambié de colegio, gracias a mi madre.
El colegio aún sigue ahí. Todo sigue ahí. Y esta vez, en diciembre pasado, no pasé de largo. Me animé y decidí contarle mi experiencia a la directora. Apenas ingresé al establecimiento, una sensación de pena me embargó. Vi a muchos y muchas estudiantes, y me vi reflejada en ellos. Con mayor razón me dirigí a la oficina de la directora a pedir la reunión. En la puerta, una secretaria muy gentil me preguntó para qué quería ver a la directora. Le expliqué que soy alumna de postgrado egresada del colegio y que sería bueno saludarla. Ella, muy sabia, insistió: “¿Pero, por qué viene?”. Entonces, sin titubear, le dije que venía a contar mi experiencia como víctima de abuso sexual por parte de un profesor de la institución.
Esa misma tarde me recibieron. Fui con mi madre. La reunión fue dura y necesaria, pero siempre cordial. Sentía un interés genuino en escucharme. Yo necesitaba decirles que, a pesar de los años, para mí significaba mucho dar cuenta de mi historia. Mi intención era proponer un buzón para que el alumnado pudiese dejar alertas en forma de una carta en caso de sufrir una situación que les violentara. Si eso hubiera existido en esos largos años en que fui sometida a esos abusos, me hubiese dado una esperanza.
Durante la reunión, la directora decidió invitar a dos profesoras que me recordaban muy bien. También llegó el inspector, al mismo hombre que yo recordaré por siempre como mi héroe. Cuando entró a la oficina, le conté lo que había hecho por mí y se lo agradecí. Nos emocionamos. La directora del colegio se comprometió a instalar el buzón.
Posteriormente, fuimos a Carabineros. Ahí se inició otra historia. Me cuestionaron el tiempo que había pasado para hacer la denuncia. Y finalmente me derivaron a otra dependencia, para que hablara con “especialistas”. Y comenzó el tormento nuevamente.
-Pero, ¿cuántos dedos le puso en la vagina…? –decía el “especialista”, al tiempo que me mostraba el puño como para dar un modelo.
-¿Así?… ¿Con olor a viejo? ¿A transpiración querrá decir?
-No, a viejo… –le respondí (cuando pude leer mi declaración constaté que en ella aparece “con olor a transpiración”).
Mientras el “especialista” escribía lo que yo iba narrando, lo llamaron. Cuando regresó, le escuché decir: “Ya…, ¿dónde íbamos?, ah sí… la vagina…, vagina. Emh, ya, ¿y cuántos dedos?”.
Hoy, la ley establece que si has sido abusado/a como niño/a, tienes solo 10 años -luego de cumplir tus 18 años- para denunciar y que se llegue a penalizar al imputado/a. En mi caso, ya pasé esa fecha. Una legislación ridícula, pues no considera el largo tiempo que se necesita para enfrentar ese tipo de situaciones traumáticas y denunciar.
Eso es exactamente lo que a mí me ocurrió. Fui a muchas terapias y solo la del péndulo, donde recurren a la hipnosis, fue efectiva. Crudamente dolorosa, pues después venían en mis sueños e incluso en mi intimidad imágenes y recuerdos de lo que ocurrió en mi sala de clases. Por ello, siento la necesidad de hacer un llamado a los parlamentarios, senadores y diputados, para que decidan asumir nuestra defensa y agilicen a la brevedad el proyecto de ley que busca que el abuso sexual sea imprescriptible. La Fundación para la Confianza ha dado pasos claves en este sentido y necesitamos respaldarlos.
Esta es mi historia, este es mi relato. Quiero agradecer a todas y todos quienes me han apoyado en esta etapa, en particular a mi madre, a mi esposo y a José Andrés Murillo y su equipo en la Fundación para la Confianza.
Estefania Milla-Moreno cursa actualmente estudios de postgrado en Canadá. La denuncia fue estampada en la 35a Comisaría de Delitos Sexuales el 7 de diciembre de 2017.
Publicada en Ciper