Por Lorena Fríes, abogada de Corporación Humanas
Ana González no los encontró. Cientos de familiares todavía no los encuentran y su búsqueda para algunos sectores es venganza y resentimiento. Pocos de ellos lo dicen de frente, a lo más dicen palabras de buena crianza, palabras compasivas para ese caso particular.
Y es que esa demanda colectiva por verdad y por justicia, que trae a la memoria un pasado de muerte, tortura y persecución, que nos recuerda una y otra vez que el Estado nos traicionó porque en vez de protegernos nos exterminó, esa demanda que muchas y muchos compartimos es la que no soportan porque les enrostra una y otra vez que fueron parte o que callaron frente al dolor, a la angustia y perseverancia en la búsqueda de la verdad.
Ana González supo encontrar felicidad en el día a día. Su risa siempre iluminó el dolor que nos acompaña a todos y todas cuando se entra a los laberintos de la memoria de esos tiempos oscuros. Aprender a vivir en esa oscuridad con una sonrisa, no cejar en la necesidad de saber lo que pasó, terminar de auscultar los pasillos que recorrieron tantas y tantos antes de ser desaparecidos y desaparecidas, que todos conozcamos de lo que podemos ser capaces de hacernos, es lo que ella, la gran Anita nos deja. Esa es la condición para que nunca más ocurra.
Indigna entonces ver como se hacen intentos por justificar los crímenes, por cuestionar la poca justicia alcanzada, por relativizar tanto daño, por seguir callando lo que estamos ciertos y ciertas que saben. Es esa mezquindad obscena la que más tarde o más temprano los hundirá. No se construye humanidad negándosela a las personas. Y eso es lo que siguen haciendo, antes y ahora negando la existencia de algún otro u otra, por joven, por migrante, por feminista, por trans o por upeliento/a.
Anita se fue, pero junto con su sonrisa nos deja, a quienes quedamos, su encargo. ¿Dónde están?