En tiempos de desconfianza, de abuso, de precariedad que ponen en cuestión nuestra forma de convivencia se requiere de esfuerzos para repensar el país, no solo para administrarlo en base al mantra de un crecimiento económico que enriquece más a los más ricos y domestica a los más pobres. La Constitución del 80, es la traba más grande para la democracia chilena, su legitimidad y el reconocimiento y protección de los derechos humanos.
Mucho se ha dicho y debatido sobre el fin de la transición. Intelectuales y políticos vieron en cada avance democratizador el fin de la transición. Los últimos acontecimientos, sin embargo, vuelven a abrir la pregunta sobre si, ahora sí, estamos llegando al fin de la tan mentada transición. Quizás haya que remontarse a los tiempos oscuros de la dictadura y ver qué de ella persistió durante estos 28 años de régimen democrático. De cómo miremos el pasado, depende en buena parte la respuesta.
Durante la dictadura no sólo se afectaron gravemente los derechos humanos de miles de personas, las que por pensar distinto se vieron expuestas al infierno de un Estado que las perseguía, las desparecía, las ejecutaba, las violaba y torturaba. Se afectaron también los derechos económicos, sociales y culturales. El Estado, que solía garantizar bienes básicos a toda la población cambió radicalmente para convertirse en un administrador del nuevo modelo de desarrollo.En el intertanto, personas tuvieron que recurrir a formas solidarias de sobrevivencia, para comer, para vivir, y trabajar por sueldos miserables para mantener a sus familias. Nos grabaron a fuego que somos uno, que no hay diferencias y tampoco diversidad, que no se requiere un trato distinto para aquellos que históricamente han sufrido la discriminación y la desigualdad, y que el único trato distinto lo merecían aquellos que eran la continuidad del Estado; las Fuerzas Armadas y de Orden Público.
Todo eso se ha resquebrajado en los últimos años. Los ciudadanos/as se sienten abusados por el poder económico, concentrado como está en el 10% de la población. La política del chorreo llegó para un sector que ahora teme caer de su sitial, abandonado por el Estado mínimo que apunta al mero esfuerzo personal. La diversidad, literalmente explotó en nuestras caras teniendo su mejor expresión en el pueblo/nación mapuche y nuestra incapacidad de reconocerlos como tal. Las comunidades territoriales se han visto afectadas por un desarrollo productivo que no mide consecuencias y sólo se allana a mitigar las consecuencias negativas. Las Fuerzas Armadas y de Orden Público se han mostrado como un continuo, pero en la apropiación de fondos públicos, en sus privilegios y un exceso de autonomía frente al poder civil. Dos de sus máximos líderes en democracia, han sido enjuiciados como cómplices de violaciones a los derechos humanos. Y es que a pesar de los avances democratizadores, el modelo de desarrollo y el modelo jurídico- institucional, no ha cambiado lo suficiente para poner fin a las diferentes formas de impunidad que nos acompañan desde la dictadura.
En tiempos de desconfianza, de abuso, de precariedad que ponen en cuestión nuestra forma de convivencia se requiere de esfuerzos para repensar el país, no solo para administrarlo en base al mantra de un crecimiento económico que enriquece más a los más ricos y domestica a los más pobres. La Constitución del 80, es la traba más grande para la democracia chilena, su legitimidad y el reconocimiento y protección de los derechos humanos. Una nueva Constitución, fruto de un amplio acuerdo social y político es lo que Chile requiere para terminar esta agonía de una transición que muestra brutalmente hoy todo aquello que no quisimos y no pudimos cambiar.