La institución carcelaria como la conocemos, en el marco de la conformación del Estado Moderno, se remonta al siglo XVIII, cuando la necesidad de modernizar las prácticas punitivas –hasta entonces mayormente ejercidas en el espacio público– y el surgimiento de la ciencia criminológica encontraron en los centros penitenciarios cerrados una oportunidad para poder estudiar y transformar a los delincuentes. Desde sus inicios, en la concepción de las cárceles –tanto a nivel estructural como de la idea en sí– ha habido una carencia: han sido construidas por y para hombres y hasta el día de hoy carecen de una perspectiva de género.
En un sistema mayoritariamente masculinizado, donde además la población masculina es mucho más alta –en Chile solo el 8% de los reclusos son mujeres–, ¿se puede pensar un sistema penitenciario femenino, con perspectiva de género y que tome en cuenta las individualidades propias de la mujer, además de las dificultades que enfrentan a diario? ¿Y por qué, finalmente, es de suma importancia que se haga?
En 2019 académicos de la Universidad de Chile realizaron uno de los estudios más relevantes de esta materia titulado Encarcelamiento femenino en Chile. Calidad de vida penitenciaria y necesidades de intervención, en el que dieron cuenta de cómo son las mujeres que han sido privadas de libertad y a qué dificultades sociales y psicológicas se enfrentan al ser internas. Dentro de los resultados se estableció que el 89% de ellas son madres y que un 45% ha sufrido situaciones traumáticas como violencia intrafamiliar o abuso sexual en la infancia. También se reveló que son menos visitadas por sus parejas que los hombres, y que además de sentir altos niveles de tristeza y culpa por estar lejos de sus hijos, se enfrentan a un dolor adicional por la incapacidad de ejercer algún control sobre ellos, que en muchos casos ni siquiera han quedado bajo la tutela de otros familiares.
A esto, además, se le suma el tener que hacer frente al estigma social que conlleva el haber “abandonado a sus hijos”. El estudio concluyó, tras la recopilación de testimonios, que el sistema penitenciario era carente en cuanto a la capacidad de atender las necesidades específicas de las mujeres.
Así también lo demostró en el 2012 un estudio realizado por académicos del Centro de Políticas Públicas UC –guiados por el sociólogo Eduardo Valenzuela– en el que se habló de los impactos sociales de la prisión femenina. Ahí se dio cuenta de que las dificultades que enfrentan en una sociedad altamente machista las mujeres, se replican, como en todos los ámbitos, en el sistema penitenciario. Y fue gracias a este trabajo que se evidenció la necesidad de contar con políticas penitenciarias con enfoque de género, que reconocieran la necesidad de trabajar de manera diferenciada con las mujeres reclusas en temas relacionados a la salud mental y reproductiva, el trato a mujeres embarazadas y un aumento en las coberturas educacionales y laborales.
Y es que a esta situación se le suma el hecho de que la mayoría de las mujeres reclusas son la cabeza de hogares uniparentales (según lo plantea el estudio Políticas de drogas y derechos humanos: El impacto en las mujeres, realizado por Corporación Humanas), que fueron madres a temprana edad, con niveles de educación bajos y escasas posibilidades, lo que en muchos casos resulta en un involucramiento en delitos menores por la necesidad de mantener a sus hijos. Es por eso, en definitiva, que muchas recurren al microtráfico. A esto se refieren los especialistas cuando dicen que ha habido una feminización del narcotráfico, porque a 2015, el 58,9% de las mujeres privadas de libertad estaban condenadas por delitos de droga.
Y es que, como explica Ana María Stuven, historiadora y presidenta de la Corporación Abriendo Puertas –que hace ya 20 años busca acompañar a las reclusas mediante las capacitaciones intra penitenciarias pero también en la inserción laboral y social posterior–, en la cárcel hay muy pocas mujeres que están por delitos violentos. La mayoría se encuentra ahí por microtráfico o robo. “Muchas de ellas, para poder estar en sus hogares con los hijos, terminan realizando microtráfico desde sus casas para mantener a la familia. Lo ven como un trabajo y eso es importante entenderlo a nivel sociológico, porque no lo perciben como un delito, sino como una forma de sustento”, explica. “Pero al final, recluirlas no hace más que reproducir el círculo de la pobreza; ellas delinquen para sustentarse, entran al penal, los hijos quedan en manos de custodios –que a su vez le cobran a la madre– y además se sienten culpables. No olvidemos que en una cultura patriarcal, la maternidad es el rol principal de la mujer. Cuando salen, entonces, quedan totalmente empobrecidas, sin redes de apoyo, con autoestima baja, con más dificultad de encontrar trabajo y desvinculadas”.
Es ahí, según explica la especialista, que hay mayores posibilidades de reincidir, y por eso desde la corporación se han preocupado de acompañarlas en ese periodo. Porque está comprobado que los primeros meses desde que quedan en libertad son los más difíciles. “Estas son mujeres marginales y marginadas, no hay que olvidar eso. Por lo mismo no se puede hablar de reinserción. Se habla de inserción porque nunca han estado insertas”, explica Stuven.
En eso, la abogada de Corporación Humanas, Constanza Schonhaut, concuerda. “Es urgente desarrollar una política penitenciaria y una política penal con enfoque de género, tanto para las mujeres infractoras como para las víctimas. Las mujeres, como grupo vulnerado por el sistema, terminan siendo doblemente expuestas a las violaciones de derechos humanos”. Para eso, según la especialista, es clave superar la política meramente punitiva para efectos de dar soluciones a conflictos sociales que son mucho más profundos. “Los estudios nos muestran que muchas de las mujeres que terminan privadas de libertad han sido primero víctimas de la carencia de un Estado de Derecho y de una institucionalidad que no las protege. Cerca de la mitad de ellas está privada de libertad de manera preventiva, es decir sin condena, pero además por delitos no violentos, lo que nos hace preguntarnos cuál es la política que estamos llevando a cabo para tener medidas alternativas a la privación de la libertad, sobre todo cuando hablamos de mujeres que han sido marginadas y vulneradas”.
En ese sentido, la psicóloga clínica con mención social jurídica, Tahira García Montecinos, explica que hay muchas internas que si bien están con prisión preventiva y sin haber sido condenadas, igual tienen que esperar dos o tres años encarceladas antes de saber qué va ocurrir con su causa. “Me ha tocado atender a internas de todas las edades en el Centro Penitenciario de San Miguel y noto que todas ellas presentan problemáticas en común: es una institución pensada para hombres, pero modificada para la mujer, como lo son todos lo centros penitenciarios femeninos, entonces no hay una perspectiva real de género. No se consideran las necesidades individuales de la mujer, desde la falta de toallitas higiénicas al hecho que hay 50 reclusas en un mismo espacio con sus recién nacidos”.
Existen en los centros penitenciarios femeninos programas para que las internas puedan convivir con sus hijos hasta los dos años, pero en muchos casos, como explica Tahira, no hay una diferenciación de los espacios. “Están cumpliendo un castigo social, pero no hay un mayor cuestionamiento en cómo estas condiciones van a afectar finalmente el desarrollo biopsicosocial de cada una de sus niñas y niños”, señala. A eso, Stuven agrega que la falta de un enfoque de género se percibe en temas como los baños, la falta de consideración hacia la población trans, y el hecho de que los lugares donde las mujeres están con sus infantes no cuentan con la debida intimidad que deberían tener madre e hijo. “Al final, muchas de estas problemáticas tienen que ver con la dignidad de las personas y sus derechos básicos”, explica.
La terapeuta familiar y voluntaria de Abriendo Puertas, Ana María Izquierdo, cuenta que las mujeres privadas de libertad viven con la culpa y pena constante que genera el haber dejado a sus hijos y no poder verlos crecer. Al realizar talleres con ellas se puede ver, según la especialista, la necesidad que tienen de sentirse dignas y valiosas, porque han sido privadas de eso. “Creo que todo sistema carcelario femenino debiera ser un hogar de transición de apoyo psicológico y psiquiátrico, con capacitación laboral y educacional, para poder cortar con la cadena de delincuencia en la familia”.
Tahira García Montecinos agrega: “No hay una visión más profunda que permita ver que ellas nacieron en un contexto y entorno que probablemente fue poco protector, con condiciones socioeconómicas muy precarias, en donde las dinámicas del narcotráfico o robo en general, es algo que se hace parte de su vida cotidiana. Esta mamá o mujer que delinque, tampoco tiene muchas oportunidades de hacer un quiebre, ya que no tiene las herramientas personales para hacerlo y problematizar su situación. Y eso es lo que no hay que dejar de tener en cuenta”.
Publicado en Revista Paula